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CLIMA EN SAVIO

09/05/2025

El ascenso cruel y la caída estrepitosa de una leyenda de la CIA

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A partir de los archivos desclasificados, Douglas Waller recrea la vida del espía Frank Wisner, agente crucial en los golpes de Estado, hasta sus últimos años de alcoholismo y tratamientos de electroshock

>Frank Wisner, una leyenda de la CIA y arquitecto clave del programa de operaciones encubiertas de la agencia, es un objetivo esquivo para un biógrafo. Los críticos de la agencia podrían describirlo como un hombre frío y calculador, que no tenía escrúpulos a la hora de usar métodos brutales para preservar la hegemonía de Estados Unidos en el extranjero. Otros podrían fijarse en sus últimos años, cuando fue consumido por el trastorno bipolar, y desarrollar grandes teorías sobre su condición mental y lo que significó para la política exterior estadounidense en general.

En esencia, Waller cuenta dos historias: la mayor parte del libro aborda la carrera de Wisner, incluyendo sus aventuras en la precursora de la CIA durante la Segunda Guerra Mundial, la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, por sus siglas en inglés), y su rol central en los golpes de Estado respaldados por Estados Unidos en Irán y Guatemala entre 1953 y 1954. Es una rica historia, extraída en su mayoría de archivos de la CIA recientemente desclasificados, que cubren todo, desde las intrigas burocráticas hasta los debates de política exterior al más alto nivel.

Los últimos capítulos describen cómo todo se desmoronó rápidamente. Internado en 1958, Wisner se sometió a terapia electroconvulsiva y experimentó un alivio por algunos años antes de que su situación empeorara nuevamente. Apartado del trabajo y luego obligado a retirarse, se quitó la vida en 1965, disparándose en la granja familiar en Maryland. Los desgarradores detalles provienen, en su mayoría, de entrevistas que Waller realizó con la familia de Wisner, incluidos sus hijos.

Pionero de la CIA

Bajo la cobertura de un teniente comandante de la Marina, Wisner se abrió camino como un genio organizativo: primero en El Cairo, luego en Estambul y, finalmente, en Bucarest, Rumanía, donde lideró un equipo que proporcionaba inteligencia militar a las fuerzas aliadas sin despertar sospechas entre los soviéticos.

También en Bucarest se endurecieron las opiniones de Wisner sobre la amenaza soviética, al presenciar cómo el Ejército Rojo saqueaba brutalmente Rumania y forzaba a civiles a abordar trenes con destino a la Unión Soviética, donde serían utilizados como trabajadores esclavos. Sin saber que Winston Churchill y Joseph Stalin habían llegado a un acuerdo secreto para dejar a Rumania como un estado satélite soviético a cambio de que los británicos mantuvieran influencia sobre Grecia, Wisner vio al país como víctima de la débil determinación de los Aliados. Esa amargura nunca lo abandonó.

Tras la guerra, la estrella de Wisner siguió ascendiendo. Trabajó con Allen Dulles, quien se convirtió en un amigo cercano, un aliado clave y, eventualmente, en su jefe como director de la CIA, y se abrió paso hasta Washington. Su llegada fue oportuna: el presidente Harry S. Truman había abolido la OSS, solo para darse cuenta de que necesitaba un servicio de espionaje para entender el nuevo orden mundial. El presidente estaba interesado en la recopilación y análisis de inteligencia, no en operaciones, pero Wisner logró encabezar una nueva organización, la Oficina de Coordinación de Políticas (OPC, por sus siglas en inglés), que se convirtió en el núcleo inicial de la política encubierta de Estados Unidos, incluyendo guerra económica y política, operaciones psicológicas (psyops) y propaganda.

El círculo social de Georgetown

El cambio de administración en enero de 1953 marcó otro punto de inflexión. Aunque Truman había fomentado la expansión de la CIA, él y su secretario de Estado, Dean Acheson, eran escépticos sobre el aventurerismo de EE.UU. en el extranjero, especialmente en países poscoloniales. Sin embargo, el presidente Dwight D. Eisenhower veía positivamente el uso de la CIA para expandir los objetivos de política exterior de Estados Unidos como un sustituto más económico y menos sangriento del poder militar, siempre y cuando no le informaran demasiado al respecto.

Wisner y Dulles aprovecharon la oportunidad. Dos países -Irán y Guatemala- ya habían sido señalados como objetivos para un cambio de régimen respaldado por EE.UU., pero el visto bueno de Eisenhower dio a la CIA el margen necesario.

Hoy en día, hay poco debate entre los historiadores sobre el trágico costo a largo plazo de ambas intervenciones, consideradas entre las manchas más oscuras en la historia de la CIA y la presidencia de Eisenhower. Waller también está en esta línea. Sin embargo, recuerda al lector lo incuestionable que resultaba el Congreso y la prensa de la época. La explotación de desinformación con fines políticos y el desprecio por el estado de derecho apenas provocaron indignación.

Un rápido descenso

Al final, cuando se quitó la vida, Wisner estaba casi completamente solo. Su comportamiento errático había alejado a casi todos sus amigos, su carrera en la CIA había acabado y su esposa estaba agotada.

Años después, en una conversación con Katharine Graham -ya para entonces una amiga cercana unida por una terrible pérdida-, Polly Wisner trató de darle sentido a todo, según escribe Waller. Sus esposos no podían “haber soportado una vida en la que no hicieran nada”, comentó Polly. “Simplemente no podían soportar no estar en el centro” de los asuntos del país.

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